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The War Game

    “Los horrores de la guerra en un juego divertido”. Este pedazo de oxímoron fue eslogan de Six Days in Fallujah; un título de acción para PS3 y 360, ambientado en la guerra de Irak. En su presentación de 2009, Atomic Games aseguraba que su juego iba a ir mostrar la contienda desde la perspectiva de marines, civiles e insurgentes. Su eje: la Segunda Batalla de Faluya, el combate más sangriento del conflicto iraquí. La opinión pública no tardó en rechazar Six Days in Fallujah. Tras quedarse sin distribución europea, Konami renunció a editar el título. Atomic Games trató de buscar otra compañía, sin éxito. Por entonces, Six Days iba a ser el primer videojuego sobre la Guerra de Irak. Esta distinción se convirtió en condena; se trataba de un asunto demasiado espinoso como para convertirlo en entretenimiento consolero. Peter Tamte, director del estudio, trató de quitarle hierro, cambiando el término “videojuego” por el de “recreación interactiva”. Un eufemismo que no solucionó nada: Six Days in Fallujah desapareció para convertirse en vaporware.

   Once años después de su cancelación, Six Days in Fallujah ha vuelto a la vida. Peter Tamte regresa a las andadas, esta vez con Victura, el estudio que fundó en 2016. Más de 100 soldados y civiles han sido entrevistados para elaborar el juego. Pero el grueso de esa documentación corresponde, como es lógico, a los marines americanos. Six Days contará con rostros y voces de militares que estuvieron en Faluya. Algunos, como el sargento Eddie Garcia, intentan vestir de trascendencia su participación en un juego: “a veces comprender la verdad de un conflicto es experimentarla por ti mismo”. Garcia compara los rigores de un conflicto armado y cruel, con estar jugando cómodamente en tu salón. Lo hace a pesar del infierno que debió vivir en Faluya. Tal vez quepa disculparle, a él y al resto de marines participantes. ¿Quién no querría ser inmortalizado en un shooter, como protagonista de una gesta heroica? Porque ahí radica la clave de Six Days: sus protagonistas van a ser retratados como abnegados campeones. No como participantes de un conflicto deshonroso para ambos bandos.

 

 

   31 de marzo de 2004. Una emboscada de insurgentes iraquíes desemboca en la muerte de cuatro contratistas militares de la empresa Blackwater. La exposición y humillación de sus cadáveres genera una respuesta abrumadora del ejército americano. Se suspenden las labores humanitarias y de cooperación en la región. El 4 de abril comienza el Asedio de Faluya, una batalla que cuesta más de 600 bajas civiles. El 28 de ese mismo mes se alcanza un acuerdo: los líderes locales mantendrán alejados a los insurgentes, a cambio de un alto el fuego. Era un espejismo, pues guerreros muyahidines siguieron llegando a Faluya. Formaban un ejército insurgente de más de 5000 hombres, que se hicieron con el control efectivo de la ciudad. El 7 de noviembre, la coalición mueve ficha. El plan parecía infalible: seis batallones harían presión desde el norte, empujando a los insurgentes hacia el sur, donde serían pasto de la artillería aliada. Faluya es confinada, y se conmina a la población a que dejen sus hogares. La insurgencia, anticipándose al ataque, había llenado de trampas la ciudad: las casas estaban plagadas de explosivos improvisados, nidos de araña y cazabobos. La mayoría de edificios fueron bombardeados, matando a insurgentes y civiles por igual. A partir del 13 de noviembre, el enfrentamiento derivó en una guerra urbana: los aliados iban casa por casa, eliminando los reductos de resistencia. La batalla no terminaría hasta el 23 de noviembre.

   107 soldados de la coalición perecieron en la Segunda Batalla de Faluya. Se estima que murieron unos 1.500 insurgentes, si bien muchos de ellos dejaron la ciudad antes del ataque. Según Cruz Roja, hubo más de 800 bajas civiles, aunque esta cifra puede ser muy superior. La mitad de ellos fueron ancianos, mujeres y niños. De entre los 300.000 residentes desplazados, apenas un 10% volvió a la ciudad. Esos pocos encontraron sus casas arrasadas. La liberación de Faluya tampoco fue decisiva en en el desarrollo de la guerra. Los esfuerzos para acabar con el resto de insurgentes fueron ineficientes; en poco tiempo, toda la región de Al-Anbar estuvo en sus manos. Faluya, la única excepción, requirió de una tercera ofensiva en septiembre de 2006. Pero los estadounidenses tenían otros motivos para avergonzarse. Durante la evacuación de la ciudad, los aliados no dejaron salir a de los varones de entre 15 y 55 años. Estaban en la franja de edad sospechosa, por lo que les obligaron a volver y sufrir el bombardeo. Los insurgentes desvelaron haber sido atacados con una sustancia que les quemaba y les derretía la piel. Era fósforo blanco, que se utiliza para iluminar o crear pantallas de humo. Su uso como arma ofensiva está prohibido; pero fue una pieza clave para, en palabras del propio ejército americano, “cocer al enemigo”.  Los marines usaron además munición de uranio empobrecido, de gran capacidad de penetración. La exposición a este material dio lugar a una enorme tasa de anomalías congénitas, mortandad infantil, cáncer y defectos de nacimiento entre la población de Faluya.

   Six Days in Fallujah no pretende denunciar estos crímenes de guerra. En un principio, Victuria iba a evitar los temas más espinosos del conflicto, con un gran cinismo por su parte. En una entrevista a Polygon, Peter Tamte dijo “no vamos a mostrar fósforo blanco como un arma, ya que los marines nunca nos hablaron de él. Además, queremos eludir los aspectos más sensacionalistas, para no distraer al jugador.” De hecho, la intención inicial del juego era no hacer un comentario político, “sobre si la Guerra de Irak fue buena o mala idea.” Esto levantó una gran polvareda en Twitter, con airadas reacciones de Neill Druckmann o el desarrollador Rami Ismail. Desde Victuria han intentado sofocar el fuego. En un comunicado del 8 de marzo, Tamte reconoce que los eventos de Faluya no se pueden separar de lo político. Asegura que la parte documental del juego incluirá todo tipo de opiniones sobre el conflicto. El polémico fósforo blanco estará presente; no como arma, sino “mencionado durante los segmentos documentales”. Después, el desarrollador vuelve a insistir en la importancia de “la guerra urbana, bajo una perspectiva sólo al alcance de este medio.”

 

 

   La defensa de Peter Tamte es como una cebolla. Al pelar sus distintas capas, descubrimos la verdadera razón de ser de Six Days in Fallujah, en particular; y de estos juegos en general. Los tráilers empiezan con mal pie: nos dicen que la coalición asalta Faluya “para liberarla”; pero recordemos que, en primer lugar, el asalto a la ciudad obedece a la venganza. Pura y simple represalia, por el asesinato de los contratistas de Blackwater. Por más que Tamte insista en los testimonios de civiles iraquíes, el papel estelar es para los marines americanos. El estudio quiere forzar nuestra empatía hacía ellos, «los buenos». Para ello, los creadores de SDIF recurren a la manipulación sentimental. Uno de los marines lamenta no haber estado con su hijo en su cumpleaños, y le envió una foto con una felicitación. Es ofensivo e incluso frívolo, si tenemos en cuenta todos los niños que murieron en esa misma batalla. Asimismo, investigar un poco sobre Peter Tamte resulta muy revelador. Fue máximo responsable de Destineer, un estudio que operó entre 2001 y 2011. Destineer creó varios simuladores de tiro para la CIA y el FBI; posteriormente, usaba dichos simuladores como juegos para el mercado generalista. El analista Daniel Ahmad sugiere que Six Days at Fallujah busca fomentar el alistamiento al ejército americano, ahora mismo en horas bajas. Yo no diría tanto; pero tengo claro que el pasado de Tamte explica el enfoque sesgado del juego. Puede que no sea su objetivo primordial, pero Six Days in Fallujah se alinea con la maquinaria propagandística estadounidense. Lo quiera o no, servirá para apuntalar la versión más tendenciosa de la Guerra de Irak.

   ¿Cuál es entonces el motivo de este retorno? Mi teoría es que Peter Tamte ha encontrado coartada en otros juegos; en concreto, en Modern Warfare. Con la Guerra de Siria como inspiración, el remake de 2019  mostraba los estragos del conflicto entre la población civil. En dicho capítulo manejábamos a una niña, víctima de un bombardeo. Era una secuencia muy efectiva y poderosa, y tuvo una buena acogida. A esto se suma que han pasado casi 30 años desde lo ocurrido en Faluya. ¿Es suficiente tiempo de espera? Tamte tiene claro que sí. Pero ¿podemos decir que los acontecimientos trágicos tienen una fecha de caducidad, por la cual al cabo de un periodo pueden ser plasmados en otros medios? La pregunta no es tanto “cuándo”, sino “cómo” y, sobre todo, “por qué”.

   Vals con Bashir es una película de 2008, que trata sobre la Guerra del Líbano. En concreto pone el foco en la Masacre de Sabra y Chatila, de 1982. En ella, miles de refugiados palestinos fueron asesinados por la Falange Libanesa, en cooperación con el ejército israelí. A pesar de ser una película de animación, no endulza ni blanquea un argumento tan espinoso. Su director, Ari Folman, fue testigo directo de la masacre. El trauma le llevó a reprimir lo vivido, y así lo traslada a la película. El propio Folman es el protagonista, intentando abrirse paso entre sus recuerdos. Se establece así una metáfora, acerca de cómo la historia parece haber olvidado lo ocurrido en el Líbano. Propuestas como la de Vals con Bashir tienen cabida en los juegos indies. Lanzado en 2016, 1979 Revolution: Black Friday aborda la Revolución Iraní, que desembocó en la instauración de la República Islámica. Su director, Navid Khonsari, tuvo que abandonar el país a raíz del Viernes Negro: el 8 de septiembre de 1979, el ejército iraní abrió fuego contra los protestantes, acabando con la vida de cientos de civiles.

 

 

   Sorprende constatar las semejanzas entre Vals con Bashir y 1979 Revolution. Ambas obras se realizaron a lo largo de cuatro años; fruto de una extensa labor documental. También comparten una razón de ser: son fruto de la visión específica de su creador. Tanto Folman como Khonsari tienen claro a dónde quieren llegar y qué quieren contar; a tal fin cogen con fuerza el timón, rumbo a un mensaje unívoco y de enorme impacto. Transmitir un sentido semejante es casi imposible en una gran producción jugable. Los AAA, o incluso los AA, son fruto del esfuerzo colaborativo de muchas personas, departamentos y puntos de vista. Y en el caso de que todos cooperasen con el fin de transmitir una visión específica, estarían supeditados al rendimiento comercial. Las grandes producciones se rigen por dos valores prácticos: molestar lo menos posible y complacer a todo el mundo. Con unos presupuestos cada vez mayores, los riesgos han de ser mínimos. Siguen una estrategia de mercado que los convierte en productos conservadores, cuando no abiertamente reaccionarios. Capitalismo neoliberal en estado puro: ¿hay algo más político que eso?

   Ese “casi imposible” da cabida a alguna sorpresa. En 2012 2K Games lanza Spec Ops: The Line. Antes de eso, la saga Spec Ops había languidecido desde los 90. 2K puso la licencia en manos de Yager, dándoles completa libertad para reinventarla. El estudio alemán comenzó el proyecto en 2007.  Su propuesta era la de un shooter en tercera persona, con unos enemigos de afilada IA y dos compañeros que actuaban de forma autónoma. Pero el auténtico corazón del juego iba a ser su guión. En The Line, un escuadrón de élite viaja a Dubai en misión de reconocimiento. Asolada por las tormentas de arena, la lujosa ciudad se ha convertido en un páramo. Los tres soldados protagonistas no tardan en encontrarse con resistencia; sobre todo miembros de la 33. Esta división iba a ayudar en la evacuación de Dubai; pero ahora son insubordinados, que han impuesto su dominio en la zona. Aparece entonces una dicotomía muy importante. Para avanzar es inevitable matar a cientos de soldados; pero no olvidemos que son compatriotas; compañeros de armas en el ejército americano. A menudo escuchamos sus conversaciones casuales, que son mundanas, casi cercanas. The Line consigue humanizar así a los enemigos, con una efectividad que no han logrado juegos más recientes. Luchamos por tanto contra nosotros mismos, en una referencia que va de lo externo a lo interno Nuestro personaje, el capitán Walker, también libra una batalla contra su ser, su mente y su culpa. Vemos lo que ocurre a través de sus ojos; pero Walker no es un narrador fiable. A partir de un suceso clave en la trama, las alucinaciones son habituales; e incluso antes de eso, no todo lo vivido tiene una base real. Este es un retrato del estrés postraumático, de forma sobrecogedora y fidedigna. Síntomas como la hiperactividad, la percepción distorsionada o la evasión de recuerdos aparecen reflejados en The Line.

   Con estas piezas, The Line construye una de las narrativas más potentes que se recuerden en un juego de este tipo. Yager necesitó 5 años para pulir el guión, con numerosas reescrituras y borradores. Su objetivo estaba claro: hacer reflexionar al jugador, incluso a costa de su incomodidad, por medio de mecanismos conceptuales de gran impacto. A lo largo de The Line se nos plantean una serie de decisiones. Algunas son obvias, mientras que otras resultan más ambiguas. Pero sus efectos son de largo alcance, y no tienen vuelta atrás. Como en la vida misma, tenemos que afrontar las consecuencias de nuestros actos; seguir adelante y pagar el precio de dichas elecciones. Y todo esto se consigue por medio de los mecanismos propios del género, como demuestra el evento más demoledor del juego. En un momento dado, Walker y sus hombres se tienen que abrir paso entre un gran grupo de soldados. Para ello usan fósforo blanco: en un minijuego, vemos a los enemigos como siluetas blancas en una pantalla digital, desde la cual escogemos objetivos. Es la despersonalización del oponente, tal y como ocurre en las guerras auténticas: son sólo “puntitos blancos” en una pantalla; no personas. En The Line esta es una de las decisiones inevitables, y sus efectos son brutales. Cuando Walker se aparta del terminal, contemplamos el resultado de nuestro ataque. El paisaje es desolador: el humo lo cobre todo, y los soldados agonizan. Pero eso no es lo peor. En ese mismo campamento había un grupo de refugiados, y han muerto por nuestro ataque. Por nuestra culpa. En la pantalla, enemigos y civiles eran puntos blancos por igual. Pero se trataba de ancianos, mujeres y niños; masacrados por el fósforo blanco. No existe ningún juego que muestre así los efectos de esta sustancia; un arma despiadada, que disuelve la piel y consume la carne. Cuesta encontrar una secuencia tan impactante en cualquier otro juego. Forma parte de una obra que eleva el medio, convirtiéndolo en una herramienta eficaz para denunciar los horrores de la guerra. Es también una anomalía: resulta muy improbable que vuelva a hacerse un juego a la altura de The Line. Y mucho menos hoy día.

 

 

   Lo irónico del asunto es que muchos juegos AAA abordan temas de gran calado; pero lo hacen de forma frívola y con motivos peregrinos. Cuando se les plantea esta hipocresía, enseguida ponen en marcha la maquinaria de PR para declararse apolíticos. “Ser político es malo para un juego”, dijo en 2018 Alf Condelius, COO de Ubisoft Massive. Es malo, salvo si se trata de banalizar: en 2019 el estudio tuvo que disculparse por culpa de The Division 2. La beta fue promocionada con la frase “Ven a ver cómo es un auténtico cierre gubernamental”; en referencia a la suspensión de servicios públicos ordenada por Donald Trump, ese mismo año. Dos años antes, el gobierno de Bolivia había presentado una queja formal ante Francia. El motivo: el retrato que de su nación hacía otro juego de Ubisoft, Ghost Recon Wildlands. Pero si hay una serie especialista en no-ser-político-pero-serlo-y-mucho, esa es Call of Duty. Más allá de su glorificación del ejercito yanqui, los juegos de Activision se han permitido el blanqueamiento de figuras como Oliver North.

   A mediados de los años 80, North fue artífice de una de las mayores ignominias de Estados Unidos. Organizó la venta ilegal de armas a Irán; al mismo tiempo, usó esos fondos para financiar la Contra. Este grupo paramilitar fue autor de masacres, asesinatos e infinidad de crímenes de guerra; todo para acabar con el gobierno progresista establecido en Nicaragua. Aunque había cometido alta traición, North se libró de pisar la cárcel y siguió siendo una figura pública. En 2012 este ex militar apareció en Black Ops II; no como villano, sino en forma de aliado del protagonista. No sólo eso: North ha servido como asesor militar en esta saga de shooters. A pesar de esto, Mark Lamia, máximo responsable de Treyarch, negó toda finalidad política. Esa consigna no le debió llegar a Dave Anthony. El guionista y director del juego aseguró que “trabajar con el Teniente Coronel Oliver North ha sido el mayor honor de mi vida”. Meses después, Anthony daría una conferencia en Washington sobre el futuro de los conflictos armados.

   

 

   De manera implícita, estos títulos se alinean con una ideología más conservadora, que busca preservar el statu quo del capitalismo. Y al crear un producto de máximo alcance, la ética sale por la ventana. Es cierto que en los últimos años los grandes juegos han hecho avances; sobre todo en el retrato de colectivos oprimidos, y en la normalización de tendencias y actitudes. Pero puestos bajo el microscopio, estos tímidos pasos obedecen a lo políticamente correcto. De nuevo buscan no ofender y agradar al mayor público posible. En ningún caso pretenden exponer verdades incómodas, ni denunciar injusticias de la geopolítica mundial. Y si somos realistas, ¿podemos esperar algo así de estas superproducciones? Su propia naturaleza niega cualquiera de esas aspiraciones.

   Obras como Vals con Bashir o 1979 Revolution comparten un mismo fin: contar una historia de tremenda relevancia. Para ello se sirven de un medio; película y juego, respectivamente. Pero en Six Days in Fallujah ocurre lo contrario: la historia es el medio utilizado para el fin, que es la explotación comercial. Es una obra con aspectos cuestionables de base; como el hecho de usar la Segunda Batalla de Faluya como pretexto narrativo. También falla su punto de partida, que es pintar la Guerra de Irak como una gesta de abnegados paladines. Antes de que Konami se interesase por el juego en 2009, Atomic Games presentó Six Days at Fallujah a la mayoría de editoras. Todas lo rechazaron. “Es porque muchas de estas compañías tienen su sede en Europa o Asía”, se excusaba el director creativo Juan Benito. “Tienen una visión geopolítica distinta de lo que fue la Guerra de Irak”. Por “distinta” tal vez se refiera a ver el conflicto como lo que fue: una guerra sin sentido, ilegal; con el único fin de forzar un cambio de régimen, para hacerse con el control de sus recursos.

   Pese a esto, puede que no todo sea malo con Six Days in Fallujah. Desde Victura aseguran no tener ningún vínculo con el ejército americano; más allá de los testimonios voluntarios de los marines que salen en el shooter. El juego va a tener una parte documental, donde intentarán abarcar todos los puntos de vista. E incluso destinarán parte de los ingresos a organizaciones benéficas, tanto para veteranos como civiles iraquíes. Intenciones loables, a la espera de ver el resultado final. Puede que Six Days in Fallujah sea tan ofensivo y manipulador como afirman sus mayores críticos. O tal vez no salga nunca a la venta. Lo más probable es que se trate de un juego mediocre, que se verá arrastrado por la marea de nuevos lanzamientos.

   También es posible que Six Days in Fallujah tenga una consecuencia positiva. Habrá jugadores que quieran saber más sobre lo ocurrido en Faluya. Que busquen informarse, y así conozcan la verdad de lo ocurrido. En ese proceso, el juego podría generarles rechazo, por la manipulación de sus creadores. O quizás le estén agradecidos al acercarles a esos sucesos. Pero en ambos casos, Six Days in Fallujah habrá tenido un efecto positivo. Aunque sea de forma involuntaria, podría servir para concienciarnos sobre un pasado doloroso que debemos conocer. Una utilidad indirecta, pero utilidad al fin y al cabo. La persona que desea informarse ve más allá de las trampas y la propaganda. No se deja engañar por la visión sesgada, parcial o interesada que ofrezca un juego AAA. De ese modo, encuentra un beneficio en los temas políticos de una gran producción. No importa si éstos son tratados con inexactitud o malicia. Consiguen suscitar nuestro interés, y nos empujan a descubrir la verdad sobre ellos. Al final, no importará si sus creadores metieron asuntos políticos para dar empaque a su juego AAA; o si los usaron como maniobra publicitaria. Lo importante será esa utilidad colateral, al despertar una sed de información sobre sucesos con los que muchos no están familiarizados. Recordemos que los videojuegos tienen un enorme alcance global. Su impacto social resuena en millones de personas en todo el mundo, generando un trasvase de ideas sin parangón. Da igual que los productos de mayor alcance estén en manos de unas pocas corporaciones; y que éstas traten de alinear los juegos con sus intereses e ideología. Tanto el desarrollo como el consumo de videojuegos son piezas insuperables de un flujo cultural global. Y ahí radica su enorme importancia: la de dar a conocer sucesos, conflictos, eventos y personalidades cruciales en nuestra historia. Acercarnos a nuestro pasado, para aprender a afrontar el futuro.

 

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