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Pánico moral (I): El origen de un cáncer social

   El pánico moral protagoniza esta serie de artículos: su origen, la transformación en pánico mediático, y la relación de este con los videojuegos. Comenzamos con la génesis del fenómeno, y cómo evolucionó hasta la histeria mediática moderna.   

   Os propongo un ejercicio. Abrid la Wikipedia, o cualquier tratado de historia. Tenéis que buscar una crisis económica o social, en cualquier década. Cuando la tengáis localizada, investigad sobre los escándalos y controversias de ese mismo periodo. Observaréis una constante: siempre surge una polémica en torno a un elemento cultural. Es el pánico moral.

   El camino al pánico moral tiene varias paradas. La primera es la preocupación, al principio limitada. Pronto se extiende de una persona a otra, amplificada por los medios de comunicación. Así, la preocupación se transforma en miedo irracional. La gente piensa que ocurre algo malo. Algo que no pueden ver ni controlar, pero que ha atacado a otros y les atacará a ellos. Aunque la amenaza no sea real, la respuesta sí lo es; y casi siempre, desproporcionada.

   A grandes rasgos, el pánico moral es el temor hacia un elemento o grupo de personas,  que son vistos como una amenazan al orden social. El riesgo de dichas amenazas suele ser exagerado, cuando no directamente inventado. Editores, políticos y figuras religiosas controlan las barricadas morales. Son quienes atacan a todo aquello que ponen en riesgo su estatus. El objetivo por tanto no es la protección del orden social en general, sino proteger su orden social; el clima creado por estas figuras morales, y que salvaguarda sus intereses. Por tanto, el pánico moral tiene dos rasgos definitorios: su dislocación, ya que el auténtico motivo no está en aquello que ataca; y la desproporcionalidad, puesto que exagera o inventa la escala del fenómeno.

 

Las raíces religiosas

 

   Cuando existe una fractura social, que requiere soluciones de gran alcance, las autoridades prefieren desviar el foco. Lo hacen del lado de una masa social que les apoya, siempre dispuesta a culpar al “otro”, y no a reconocer sus errores. Al igual que las teorías de la conspiración, el pánico moral es tan antiguo como el mundo. Ya en el siglo I antes de Cristo surgieron los libelos de sangre, que culpaban a los judíos de usar sangre humana con fines nefarios. Los semitas no tuvieron un respiro: en los siglos venideros volvieron los libelos de sangre, con acusaciones de sacrificios de niños durante la Pascua. Este bulo pervivió hasta el siglo XX: en 1946, el Pogromo de Kielce, que se cobró la vida de 42 personas, comenzó por un rumor sobre el secuestro de un menor. Antes, en 1902, se publicó la madre de todos los libelos: Los Protocolos de Sion. Un texto antisemita y falsificado, donde se plantea la influencia secreta de los judíos en todos los males modernos. Los Protocolos de Sion siguen siendo enarbolados hoy día; por parte de redes islamistas, la extrema derecha, e incluso payasos nacionales como Iker Jiménez. También se responsabilizó de crímenes inexistentes a los cristianos, cuando el Imperio Romano les dio caza. Pero ojo, que supieron cobrarse esa afrenta en sangre, por los siglos de los siglos. La fe cristiana y sus derivados estuvieron detrás de las cazas de brujas. Durante siglos, procedieron al asesinato sistemático de inocentes. Quienes confesaban su lealtad a Satán lo hicieron bajo tortura. El fanatismo cristiano debió morir con la Edad Media; pero hoy día sigue vigente, de la mano de los sectores políticos más retrógrados. Y es algo que ejemplifica a la perfección ‘La tierra de la libertad’.

 

The Land of the Free

   Norteamérica tuvo su propia caza de brujas en los años 50. En plena Guerra Fría, el senador Joseph McCarthy alentó la delación y procesamiento de cualquier sospechoso de comunismo. Se aplicó un estricto control de lealtad, que costó la carrera a muchos empleados públicos. El Comité del Senado que dirigía McCarthy aplicaba la presunción de culpabilidad a todos los sospechosos. Quienes no lograban probar su patriotismo, sólo tenían un modo de exculparse: denunciar a otros comunistas, fuesen estos reales o no. La histeria contra los rojos se trasladó a la opinión pública. Se crearon listas negras, con personalidades políticas, intelectuales y artistas; todos ellos marcados con la letra escarlata del comunismo. Más de 30.000 libros fueron prohibidos. Tras todo este disparate, ¿aprendió la lección Estados Unidos? Ni mucho menos; tan solo se volvieron más sibilinos en los siguientes pánicos morales. Los avances sociales y culturales afianzaron los derechos de las minorías, algo visto como una afrenta por el poder conservador. Las desigualdades se escondieron bajo la alfombra del racismo. Negros, mexicanos, chicanos, musulmanes o asiáticos: ellos eran los culpables de todos los delitos, de todos los crímenes. Es un discurso que sigue vigente, enarbolado por los políticos a su conveniencia. Y que no hace falta irse muy lejos para escucharlo, ¿verdad? En las décadas posteriores se produjo una entropía, que dio forma perfecta al pánico mediático.

 

Pánico mediático

 

   El pánico mediático es una subcategoría del pánico moral. En los últimos tiempos ambas formas se solapan, con una mayor presencia del primero. Su raíz es siempre la misma: el surgimiento de un nuevo medio o tecnología. Debido a una brecha intergeneracional, los jóvenes incorporan antes esa novedad. Esto hace que los adultos sientan que están perdiendo el control una cultura que consideran suya. No sólo eso: ven que las riendas las están tomando los jóvenes, a los que temen y consideran amorales. De este modo, el pánico moral mediático genera un temor irracional hacia un elemento cultural. No es otra cosa que un hombre de paja, al que se responsabiliza de un problema social, tanto real como imaginado. Su punto de partida es siempre la desconfianza. En el caso del pánico moral en torno a niños y adolescentes, surge del recelo de los adultos hacia la juventud. Se les menosprecia y subestima, y son vistos como incapaces de resistirse a unas amenazas (casi siempre) imaginarias.

   La Revolución Industrial y las reformas educativas introdujeron un concepto inédito: el adolescente. Antes de esto, se consideraba a alguien niño hasta la edad de trabajar; momento en el que automáticamente se convertía en adulto. Los ‘nuevos’ jovenzuelos empezaron a preocupar a los adultos que regían la sociedad. A partir de entonces, el pánico moral encontró un nuevo objetivo. ¿La excusa? Cualquiera era válida. El pánico mediático es otra constante social, y nos ha acompañado durante siglos. Siempre ha existido un blanco para odio de las hordas reaccionarias: desde la invención de la imprenta, hasta las novelas penny dreadful o los salones de baile. A estos les siguieron absurdeces como las críticas contra la moda juvenil o los cortes de pelo. De ahí se pasó a la música, con su correspondiente racismo: ¿cómo no iban a ser malignos el jazz o el rock, si procedían de la comunidad afroamericana? Cada pánico mediático ha tenido una víctima propiciatoria: el maléfico fonógrafo; los seriales radiofónicos; el cine y sus inmorales imágenes; la peligrosa televisión.

   La metástasis del pánico mediático se produjo en los años 50, dando lugar a la forma en que lo conocemos hoy día. Fredric Wertham publica en 1954 La seducción del inocente. Más que un libro, la obra de este psicólogo era un panfleto incendiario, sustentado en la idea de que los cómics promovían la violencia juvenil. El libro llegó al Senado americano; que como veremos en esta serie de artículos, ha estado detrás de grandes pánicos morales. Con el apoyo político y mediático, las ideas de Wertham se esparcieron como la pólvora por el país, convirtiendo su obra en bestseller. Los grupos moralistas pusieron en la diana a los cómics de terror y suspense de EC. Fredric también aportó su visión homófoba, acusando a Batman y Robin de ser gays o llamando lesbiana a Wonder Woman. El éxito de La Seducción del Inocente llevó a la instauración del Comics Code Authority, un órgano censor que revisaría el contenido de todos los tebeos en adelante. Adherirse al CCA era voluntario; si bien quienes los rechazasen podían quedarse sin publicidad. Durante décadas el CCA fue una espada de Damocles sobre los cómics, hasta perder fuerza a finales de siglo. Tras el abandono por parte de editoras como Marvel o DC, el CCA desapareció por completo en 2011.

 

Las brujas de Albión

 

   Las ideas son contagiosas, y el pánico moral cruzó el charco. La década de los 80 fue un tiempo muy agitado, de grandes cambios y vicisitudes sociales. A la cabeza de esta transformación estaba Reino Unido. Bajo las garras de Margaret Thatcher, el país vivió un tira y afloja entre el conservadurismo y el progreso. Las protestas obreras y la desafección general requerían de un chivo expiatorio. Thatcher se valió de la maquinaria mediática y sus partidarios, para impulsar una serie de pánicos morales. Primero fueron los prejuicios contra los mods y rockers, en los 60; a los que seguirían los punks en la siguiente década; ya con Margaret en el poder. Delincuencia e inmigración fueron otros de los argumentos de la Thatcher, racista como spm. Ya en los 80, la Primera Ministra tuvo una gran aliada: Mary Whitehouse. Esta activista conservadora ejercía un rechazo frontal al progreso. Desde los años 60, Whitehouse venía protagonizando iniciativas contra la revolución sexual, el feminismo, los derechos LGTB; y todo aquello que atentase contra sus convicciones morales. Contaba además con el apoyo de los medios amarillistas, deseosos de vender titulares con acusaciones exageradas. Al frente de la Asociación Nacional de Espectadores y Oyentes (NVALA), Mary fue a fijarse en un fenómeno cultural de la década: los videoclubs; y en concreto, el cine de terror. Whitehouse aseguraba que estas cintas fomentaban la violencia entre los adolescentes. Para reforzar su acusación se valió del incremento de la delincuencia juvenil, la cual era fruto de la pobreza, la desigualdad y la falta de atención a los sectores más desfavorecidos. Pero no: si había crímenes, eran porque los chavales podían alquilar El Asesino del Taladro y Holocausto Caníbal. Whitehouse instauró el término Video Nasty, referido a las películas “asquerosas” que causaban estas desviaciones. Diarios como The Sunday Times, The Sun o Daily Mail iniciaron una campaña sensacionalista, que logró su efecto sobre la opinión pública. El gobierno de Thatcher se apoyaba en cristianos, conservadores y reaccionarios: Whitehouse se sentía como en casa. Hacía pases privados en la Cámara de los Comunes, donde mostraba las escenas más sangrientas de Posesión Infernal. Surtió efecto. La policía efectuaba redadas en los videoclubs, confiscando cualquier cinta que se considerase obscena. Dichas tiendas veían retiradas sus licencias ante cargos de obscenidad, e incluso se enfrentaron a grandes multas. El Parlamento aprobó la Video Recordings Act de 1984. Esta ley dio paso a un sistema de censura, que sometía a escrutinio cualquier película, previo a su lanzamiento. Se eliminaban escenas y grandes partes del metraje, bajo la acusación de obscenidad. Y esos eran los casos afortunados: 72 películas fueron prohibidas, y muchas de ellas no vieron la luz hasta las siguientes décadas.

 

Víctimas y verdugos

   El pánico moral mediático es, por definición, una ansiedad. El síntoma de una inquietud general, causada por lo rápida transformación de la sociedad. Es también una herramienta. Resulta más fácil manipular un pánico moral, pues acota un problema de gran alcance en algo más específico. Esta maniobrabilidad permite movilizar mejor a la sociedad y conseguir su apoyo en causas espurias; a la vez que se aparta su mirada de asuntos más trascendentes. La ansiedad moral es permanente y compartida por los actores sociales. Así se explica que el pánico moral entre en bucle: es algo cíclico, que resurge en los épocas de recesión y cambios sociales. La intervención de los representantes políticos sirve para que el pánico moral gane tracción. Cada vez que surge un temor mediático, algún político lo explota en su favor. Se aportan fondos a aquellos estudios e informaciones que refuercen el sesgo confirmatorio. Al hacer que el temor se esparza entre la sociedad, el político consigue más crédito, popularidad y votos. Cabalga a lomos de una histeria, que además le permite desviar el foco de atención.

   Hay que recalcar lo dañino que puede ser un pánico mediático, sobre todo para las personas inocentes que se ven implicadas. Con él se fomenta el menosprecio hacia la juventud, promoviendo actitudes en su contra. Con cada pánico moral, los jóvenes se ven alienados. Mientras, investigadores sin escrúpulos explotan estas situaciones, obteniendo presupuesto estatal para sus cuestionables estudios. Éstos buscan reforzar los temores que mantienen activo el pánico mediático. Y eso no es lo peor. En cada década, el pánico moral ha logrado que desatendamos problemas acuciantes, los cuales son la auténtica raíz de la fractura social. La salud mental, la pobreza, las desigualdades sociales y la falta de recursos quedan aislados y marginados. Su lugar lo ocupan espantapájaros; marionetas de trapo que nos distraen.

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