Las vías del terror
Como uno de los géneros capitales de los videojuegos, el terror se mantiene activo a través de la reiteración de viejos esquemas, la experimentación y el trasvase de ideas procedentes de otros medios, formando así una serie de caminos que exploran distintas formas de hacérnoslo pasar mal con estímulos difíciles de resistir. Son las vías del miedo.
Del miedo y sus formas
Un corazón acelerado, la respiración agitada o sentir presión en el pecho no son sensaciones en apariencia agradable, pero muchos nos zambullimos en ellas de forma indulgente, voluntaria y hasta a veces masoquista: disfrutamos del terror. Es el cerebro el que activa todas esas respuestas en nuestro cuerpo, como mecanismo de reacción para que movamos el culo ante una amenaza, sea ésta real o no, con el fin de protegernos y propiciar una reacción de salvaguarda; huir o luchar, como llevamos haciendo desde hace cientos de miles de años. Freud se fue al otro extremo y sugirió que muchas personas se sumergen en situaciones peligrosas por la pulsión de muerte, un instinto que nos lleva a disfrutar de forma inconsciente con la autodestrucción; pero no hace falta ponerse tan catastrofistas a la hora de explicar por qué nos gusta el miedo.
Aunque en pleno siglo XXI la programación de nuestro ADN siga siendo igual de eficiente, otras variables entran en baza a la hora de afrontar (y gozar) el terror, empezando por la capacidad de adaptación de nuestra cabecita. Tras activar la respuesta básica de huir-o-luchar ante un peligro, el cerebro actúa con presteza y evalúa la situación: si estamos viendo una película de miedo o jugando un videojuego, la mente percibe que el entorno es seguro y baja ‘el volumen’ de nuestra ansiedad. Pero el cerebelo es una máquina de enorme eficiencia, y si la amenaza vuelve a producirse (si nos llevamos un susto con la peli o el juego), de nuevo activará los mecanismos de defensa para luego atenuarlos otra vez si es preciso, creando así un bucle de emociones que nos mantiene enganchados. La química es otro factor de peso, toda vez que al asustarnos recibimos un chute de adrenalina, endorfinas y dopamina con el fin de que reaccionemos, si bien al producirse este subidón en un entorno seguro tan solo nos quedamos con sus efectos. Esto es: una sensación placentera similar a la euforia, que se une a la gratificación percibida cuando el cerebro se da cuenta de que estamos a salvo y el peligro no es tal. Lo pasamos bien pasándolo mal, aunque hay que incidir una vez más en esta parte ‘negativa’: a mayor sea el terror experimentado, más potentes serán las advertencias de nuestro organismo para protegernos. Si el miedo que percibimos es cada vez más intenso o demasiado continuado, puede producirse un momento en que la cabeza diga “hasta aquí”, y nos sintamos paralizados para continuar, dándose así una situación chocante y a la vez sugestiva.
¿Por qué no se desactiva el miedo cuando percibimos que la amenaza no es auténtica? Una vez más es nuestra mente la gran aliada, ya que ella pone de su parte para generarnos la sugestión necesaria para que lo que estamos viendo nos siga asustando. Gracias a ella las páginas de un libro nos trasladan a un entorno casi real, nos sumergimos en una película o un juego es capaz de generarnos el mayor de los temores. Eso sí: aunque el cerebro haga casi todo el trabajo, necesita apoyarse en la capacidad inmersiva de lo que estamos leyendo/viendo/jugando, propiciada por elementos como una buena historia con personajes bien construidos, imágenes impactantes o la calidad de la banda sonora y efectos sonoros. Así, si pasamos miedo con el primer Resident Evil no fue solo porque los gráficos fuesen casi lo máximo a lo que podíamos aspirar en su época, sino también a un excelente ritmo de juego y una ambientación impecable, apoyos que bastaban a nuestro cerebro para sumirnos en una experiencia intensa. Con la mirada de 2022 los gráficos de Silent Hill resultan exóticos en su modestia, pero es su argumento y la increíble música de Akira Yamaoka lo que hacen que nos mantenga en vilo, incluso dos décadas después de su lanzamiento. Y en el caso de Clock Tower (el nombre con el que llegó a PlayStation la segunda entrega de la saga), el culpable de que pasásemos un mal rato era Scissorman, armado con unas tijeras que remiten a El Exorcista III y que nos ponía cardiacos al perseguirnos.
He escogido estos tres títulos por suponer un punto de inflexión en el terror virtual, ya que el género ha acompañado a los videojuegos desde sus orígenes y siempre ha estado sujeto a la evolución y experimentación. ¡O al menos lo intenta! Ya sabemos que el éxito conduce a la imitación, por lo que el miedo virtual suele caer en lo repetitivo de ciertos esquemas y modos; pero volvamos a los inicios. La modestia técnica de los primeros juegos terroríficos hizo que apoyasen su atractivo en el poder de la imagen, primero siguiendo el ejemplo de las cintas VHS con una carátula de gran atractivo y poca semejanza con el juego en sí. Los avances tecnológicos trasladaron el impacto visual a los gráficos, cada vez más elaborados y capaces de ofrecer estampas tan grotescas como las de la saga Splatterhouse en consolas o juegos de ordenador como I Have no Mouth, and I Must Scream. Fue precisamente el PC el que tomó la delantera gracias a su superioridad tecnológica, que le permitió valerse del principal referente del terror: el cine, a través de títulos que mezclaban sonido digital e imagen real con excelentes resultados, tales como los de Phantasmagoria; tendencia que apenas tendría continuidad una vez que los gráficos 3D se establecieron como norma.
Tres caminos
Es a partir de este momento cuando la autopista del terror como género se divide en tres carriles esenciales. El principal y más transitado es el de la imitación, con iteraciones de modos y formas como los establecidos por Resident Evil y el survival horror, así como otros títulos de índole similar. Una segunda vía es la de la evolución, que toma rasgos fundamentales y los eleva por medio de los avances tecnológicos. Hubo resultados menos patentes como los de la citada serie R. E., que ya en la generación PS2 mantuvo el esquema de cámara fija y “control de tanque” hasta Code: Veronica; mientras que Silent Hill sí que supo llevar a un escalón superior su propuesta valiéndose de un hardware más potente. El tercer camino es el menos transitado ya que conduce la innovación, tanto si se trata de experimentos en marcas establecidas (el caso de las dos entregas de Resident Evil Outbreak) como ideas inéditas, que en esta época dieron lugar a Project Zero, Rule of Rose, Manhunt o Call of Cthulhu: Dark Corners of the Earth, entre otros. Sin desmerecer los dos primeros caminos, poseedores ambos de grandes entradas en el género, fijémonos en la tercera vía para constatar que suele ser aquí donde encontramos apuestas seguras en cuanto a títulos que nos ponen la piel de gallina. Project Zero trajo un nuevo estilo que adoptaba no sólo los parámetros del J-Horror, por entonces en pleno auge, sino también los esquivos preceptos de lo paranormal en Japón. Manhunt también acudió a referentes ajenos al medio; en su caso el cine snuff y el feísmo del submundo criminal americano, remitiendo al retrato de ese entorno que hacen películas como Asesinato en 8mm. La transgresión del juego de Rockstar fue superada por un título en apariencia más inocente como Rule of Rose, donde el miedo fue reemplazado por una sensación malsana de incomodidad y opresión al atreverse a tocar el tabú de la maldad infantil. Por último, Dark Corners of the Earth acudió a Lovecraft para asomarnos a la locura del horror cósmico, en un juego en el que incluso los entornos urbanos pierden su seguridad al mostrarse con una viscosidad casi palpable, fruto de haber sido tocados por la mano de un ente primigenio.
Estos juegos transmiten miedo, agobio, inquietud y paranoia por la vía de la creatividad, sea ésta el motor de la obra o bien un plus sobre mecanismos prestablecidos. Sin hacer un análisis exhaustivo por décadas, basta decir que los tres caminos del género se han mantenido hasta la actualidad, pero no así el fin último de los títulos genuinos de terror. Esto es: hacérnoslo pasar mal. El conservadurismo y el miedo a correr riesgos comerciales han hecho que, por ejemplo, el survival horror tenga cada vez menos de lo segundo, más allá de las consabidas dosis de gore. Ya no hay reparos en abrazar la acción pura en detrimento del miedo; algo que no es ni mucho menos malo, pues nos ha dado propuestas tan entretenidas como las de Dying Light 1 y 2 (junto con la saga Dead Island), Days Gone o los siempre descacharrantes Dead Rising, entre tantos otros. Pero el hecho es que esta evolución deja fuera a quienes disfrutaban de las sensaciones de terror que se generaban antaño, por lo que para pasar un mal rato de verdad es preciso acudir a otra clase de iniciativas. Quitar las armas de la ecuación suele ser la solución más efectiva, sobre todo si se apoya en una gran historia y un ritmo de juego acompasado, que alterne la tensión con el sobresalto o las huidas. Tal es el caso de las series Amnesia y Outlast, en especial de sus respectivas secuelas que tocan techo gracias a un argumento que araña el alma y deja un profundo malestar en nuestras conciencias. Personalmente sigo quedándome con Amnesia 2 y su devastadora historia sobre una vida abocada al abismo; mientras que Outlast II me parece inconmensurable a nivel narrativo, jugable y casi técnico, algo que por ahora no me sugiere el próximo The Outlast Trials.
A veces basta con dar un paso atrás, o bien introducir elementos exógenos a un género caso. Con el primer The Evil Within Shinji Mikami supo recuperar el género al que él mismo dio forma, por medio de un desarrollo enfocado a la acción pero salpicado de escenas de tensión que elevaban la propuesta. El hecho de ser un juego cross-gen y un guión abotargado (algo que es también rasgo de Mikami) lastraron un poquito el resultado, sobre todo tras la llegada de la secuela. The Evil Within 2 prescindió del argumento enrevesado y engrandeció a su protagonista, Sebastian Castellanos, a través de una historia que se centraba en lo personal. También se benefició de un motor gráfico en condiciones, que junto con un desarrollo muy variado y una galería de villanos maravillosos dio como resultado uno de los mejores survival horror de su generación, sin duda gracias a que Mikami tuvo una participación testimonial. Precisamente Resident Evil, la saga que encumbró a dicho diseñador, volvió por sus fueros más terroríficos con el cambio radical que supuso la séptima entrega. Moriré en la colina por la defensa de Resident Evil VI, pero es cierto que la franquicia había llegado a un punto muerto tanto técnico como jugable, muy alejado de los parámetros terroríficos de sus orígenes. En Capcom se arremangaron para dar un golpe de timón que reinventó la serie; primero gracias al nuevo Emotion Engine, un motor gráfico que habría de darnos muchas alegrías, y al introducir a Ethan Winters, protagonista muy alejado de héroes de acción como Chris Redfield o Leon S. Kennedy. La tradicional cámara en tercera persona se sustituyó con una perspectiva subjetiva, mucho más propicia a la inmersión y el terror que buscaba este nuevo comienzo. Pero si Resident Evil VII consiguió transmitir miedo genuino fue gracias a un elemento foráneo que le sirvió como inspiración y soporte: el cine de terror. La familia Baker está evidentemente inspirada en los Sawyer de La Matanza de Texas (1974), con parecido incluso fonético, y aunque aquí no tenemos a un Leatherface, sí encontramos el mismo ambiente malsano de la granja del filme y hasta un fabuloso homenaje a la escena de la cena. De igual modo, en los DLCs Grabaciones inéditas el perturbado Lucas Baker nos somete a rompecabezas que parecen sacados de las películas de Saw. El juego rinde además tributo a uno de los subgéneros más sugestivos como es el found footage, tanto en lo formal, con un guiño al final de The Blair Witch Project, como en lo jugable, por medio de las cintas de vídeo que encontramos. Fueron estos elementos los que encumbraron al séptimo capítulo como uno de los mejores de la saga y un retorno a la grandeza, abriendo un camino que retomaría Resident Evil Village. Aquí no cabía repetir los trucos del séptimo juego, por lo que se opta por una atmósfera de cuento de hadas y una serie de villanos memorables, y si bien es cierto que hay una clara rebaja en el componente terrorífico, se compensa por medio de la sección en la que visitamos la Casa Beneviento, sin armas y con unas situaciones de indefensión dignas de Amnesia.
Más allá del medio
Asomarse tras la tapia de los límites del género permite hallar formas de enaltecer la propuesta de terror por medio de temas, elementos y aspectos poco habituales o lo bastante novedosos dentro de un videojuego; pero aquí cabe recalcar una dualidad: pese a que estos factores incrementan el interés del juego, no son siempre son suficientes para hacer que sea una buena propuesta de terror, ya que éste requiere de otras ‘patas’ firmes como la jugabilidad o el apartado técnico. Los siguientes tres ejemplos lo ilustran a la perfección, empezando por el popular The Mortuary Assistant, título de moda que sigue las desventuras de una joven ayudante en un salón de pompas fúnebres. Su creador, Brian Clarke, dedicó dos años a una profunda documentación para plasmar con detalle el proceso de embalsamiento y el resto de morbosas labores de esta actividad, necesarias para dejar el cadáver presentable de cara a su velatorio. Es encomiable y hasta didáctico conocer de primera mano este trabajo (siempre que tengas estómago), pero no es la única labor de aprendizaje llevada a cabo por Clarke, quien también introduce en su juego un nutrido estudio sobre posesiones, demonología y exorcismos. Desafortunadamente, The Mortuary Assistant patina en un aspecto tan fundamental como es el del miedo, pues a pesar de los esfuerzos del autor, el juego carece de ritmo en sus sustos y partes más inquietantes, que también se ven perjudicadas por un acabado técnico pobretón y soluciones visuales más propias de un juego de hace 20 años.
Esa pobreza visual merece que nos detengamos para analizar el grueso de los juegos de terror independientes. Si existe una abundancia de los mismos es por su relativa facilidad para realizarlos: pillas una licencia de Unity o de Unreal Engine, unas cuantas librerías y con un poco de tesón tienes tu obra lista en un par de años, incluso si el equipo consta de una o dos personas. Pero cantidad nunca es igual a calidad, y el 90% de estos títulos tropiezan siempre en los mismos obstáculos, que giran en torno a una factura técnica cutre. Además, muchos indies de miedo cometen el error de incluir personajes humanos… Casi siempre con resultados lamentables, ya que presentar rostros realistas y con animaciones decentes exigen unos recursos que estos creadores no suelen poseer. Prescindir de rostros humanos es una alternativa inteligente, más aún si viene de la mano de unos monstruos con un diseño más trabajado de lo habitual y un pánico parejo al del séptimo arte, como en el caso de Madison.
Detrás del estudio Bloodious Games hay dos creativos bonaerenses, responsables del juego más terrorífico de los últimos años. Madison comparte con The Mortuary Assistant la perspectiva en primera persona, y un profundo conocimiento sobre temática sobrenatural, en esta caso de poltergeist, entidades malignas y los efectos de la posesión demoníaca; pero ahí terminan las semejanzas. De igual modo, Madison cae bajo el abanico de la obra más influyente del género en la última década: P.T., el tráiler jugable del fallido Silent Hills de Hideo Kojima, y que hoy día sigue dando lugar a imitaciones, derivados y alguna que otra obra con entidad propia. El juego argentino remite a la base de P.T., con una gran casa que debemos recorrer en busca de pistas que nos conduzcan a la salida; pero ese punto de partida es pronto ampliado en escala, jugabilidad y temática, con un objeto que conjuga esos tres aspectos: la cámara. La Polaroid de Luca, el protagonista, permite resolver puzles y recopilar pistas, pero en general no es un arma defensiva como en Project Zero. Su flash sirve para orientarnos en las zonas más oscuras, y aquí entran en liza las apariciones y demonios que pululan por la casa, capaces de desbocarnos el corazón muy a menudo. Como he dicho antes, Madison acierta al prescindir de los personajes humanos, y pone el foco en el diseño de los demonios, el otro gran acierto del juego por su diseño, pues sus apariciones no buscan emular los sustos de otros títulos de terror. El dúo autor del juego opta por fijarse en el cine de James Wan y otros títulos de terror recientes, introduciendo sustancia a los sobresaltos de Madison para que éstos sean demoledores, hasta el punto de afectar al propio jugador. Un ritmo perfecto y un diseño muy inteligente se unen al desarrollo in crescendo, logrando que a menudo tengamos que tomarnos un respiro para poder seguir adelante. Los sustos del juego no están escriptados y los puzles cambian en cada partida, jugarretas que se suman a un excelente uso de la iluminación que, en nuestro nerviosismo, nos hace dudar de las sombras al final de un pasillo, o temblar al doblar cada esquina. El desolador final está a la historia de lo que hemos padecido durante el juego, y constituye un conjunto que deja en evidencia a todos los competidores de esta maravilla.
Nuevos escenarios
Dotar a un juego de un entorno poco habitual también contribuye a un resultado positivo, introduciendo un estímulo que se apoya tanto en lo ambiental como en lo referencial. La campiña italiana de la Segunda Guerra Mundial sirve a la perfección a lo que quiere contar Martha is dead: una historia de falsa inocencia y de traumas bajo una forzada apariencia de quietud, y un secreto terrible al que accedemos tras despojarlo de sus capas de normalidad fingida. Es cierto que el juego de LKA.it también bebe del cine, pero no se inspira tanto en el Giallo como en obras más modernas, como la también italiana Across the River o la imprescindible Lake Mungo de Australia. La época en que transcurre Martha is dead hace inevitable su referencia al fascismo, y la casualidad ha querido que ocurra igual con una obra española. Miguel Moreno, diseñador en The Game Kitchen, es el autor de Rojo, una experiencia jugable creada por él mismo y que podría definirse como ‘P.T. con un facha’. Rojo nos lleva en busca de una amiga desaparecida a un piso en pleno barrio de Salamanca en Madrid, obligándonos a recorrer el hogar de un fascista redomado donde no falta detalle: desde la imaginería religiosa a los retratos del dictador Franco, pasando por coplas y pasodobles a todo volumern, ejemplares de La Razón, vídeos del No-Do y hasta imágenes de la exhumación del Generalísimo. Con una duración de menos de 20 minutos, Rojo deja que el ambiente malsano haga todo el trabajo, de manera tremendamente efectiva. Recuerda en cierto modo a REC, en concreto a la escena en la que la madre zombificada se pone a batir un huevo, demostrando cómo la unión del costumbrismo español y el terror ofrece resultados muy imaginativos. Acierta además al reconocer que una casa antigua siempre se presta a generar inquietud, máxime si se trata del hogar de un fascista trastornado (valga la redundancia). Es una pena que Rojo no vaya más del carácter anecdótico y no se convierta en un juego completo, pero habida cuenta del país en que vivimos y de cómo muchos nostálgicos del franquismo siguen operando en estamentos de poder, llevar a cabo el proyecto supondría una serie de contratiempos que lo abocarían al fracaso. En cualquier caso, podéis disfrutar del juego a través de este enlace.
Hay más caminos divergentes del terror, como los que transita Puppet Combo con Nun Massacre, The Glass Staircase, The Riverside Incident y otros juegos de estética retro e innegable atractivo; o los juegos que apuestan por el found footage como leit motiv, entre ellos The Final Take, Feeding_Log_01172013 o The Building 71 Incident; sin olvidar títulos cuyo punto de partida es el creepypasta, como Maple County o Sad Satan. Muchos y demasiado importantes para sólo mencionarlos, por lo que probablemente protagonicen una segunda parte de este reportaje. Trasladarse al pasado del medio, acudir al cine como base formal o fijarse en la historia del mundo real son caminos acertados para que el género del terror trascienda sus límites, y seguro que el futuro nos depara otras vías igual de interesantes. Tanto estos títulos como todos los que he desarrollado comparten su carácter divergente, pues logran abrir rutas de discordancia en el terror, un género que funciona sobre todo cuando logra subvertir nuestras expectativas. También tienen el mérito de introducir perspectivas que otros pueden explorar hacia nuevas formas, todos con un fin común: que nuestra corteza prefrontal siga generando la necesidad de huir ante algo que apela a un atavismo.
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