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Cultura del Apocalipsis

    La visión monoteísta del capitalismo, impuesta en todas las sociedades occidentales hasta finales del siglo XX, tuvo su réplica en una corriente cultural que mostraba la verdadera cara del mundo, mucho antes de que el siglo XXI dinamitase todas las convenciones y mentiras del orden establecido.

 

De aquellos barros estos lodos

    Sinrazón y lógica son agua y aceite, y la realidad tiene sus propios ritmos en los que sólo hay una constante: la entropía. Lejos de las fantasías de la ciencia-ficción clásica, la llegada del siglo XXI debía ser como cualquier otra fecha, un trámite. Un mero cambio de año bajo la continuidad de unos cambios sociales, tecnológicos y políticos, todos ellos sucediendo de forma orgánica sin regirse por fecha alguna. No fue así, ya que casi con precisión matemática la llegada del 2000 y sobre todo del 2001 trajeron consigo un nuevo y radical paradigma. Pero vayamos por partes.

    Tras unos revolucionarios años 60 y los tumultuosos 70, a partir de los 80 se instaura una normalidad social que iba a definir el conjunto de Occidente. Para conocer el origen de todo hay que viajar, cómo no, a Estados Unidos, en el periodo del infame presidente Ronald Reagan. El Reaganismo hizo bandera del modo de vida americano, adaptado a los nuevos tiempos: consumismo desaforado, sensación de prosperidad y unos valores normativos, como familias con 2.5 hijos, parejas heterosexuales, etc. La instauración de este modelo no vino de la mano de políticas que favoreciesen al conjunto de la población, ya que ése no era el objetivo. Se buscaba era crear una falsa sensación de seguridad que desviase la atención de problemas terribles que incluían delincuencia, pobreza, SIDA, abandono de los servicios sociales y la sanidad, suicidios y drogadicción; eso sin entrar en las jugosas movidas estadounidenses en otros países, tales como el Irán-Contra o sus acciones antidemocráticas en cualquier país que no se avenía a sus deseos.

    El caso es que la prensa, la televisión, el cine e incluso la música más comercial cooperaron en ese control de masas, pero si funcionó es porque nosotros lo deseábamos. Como seres sociales nos gusta llevar anteojeras, vivir pasmados para no ver lo malo en el mundo, así que sólo necesitamos ese empujoncito. Ese modo de vida se convirtió en la principal exportación americana hacia los países capitalistas, cuyos mandatarios se aseguraron de ser diligentes y convertirlo en el modelo de facto para todas las sociedades occidentales durante esa década y la siguiente. Y al igual que en USA, ese ‘todo va bien’ sirvió de alfombra bajo la que tapar asuntos tan numerosos como graves. ¿Recordáis cuando Homer se enfada con los basureros y en su casa meten toda la mierda debajo de la moqueta? Llega un punto en que los bultos sobresalen y se hace imposible moverse, justo lo que pasaba a finales de los 90. Siguiendo ese símil, la metáfora de la moqueta de los Simpson pasaría a ser toda la superficie de Springfield, bajo la cual habían enterrado toneladas de inmundicia que, como el cadáver enterrado del perro, estaba a punto de irrumpir con la llegada del siglo XXI.

 

Apocalípticos e integrados

 

    No hay cultura sin contracultura. Mientras paniaguados y serviles remaban a favor de obra, los creadores más radicales se esforzaban por dinamitar una cotidianidad de papel maché y sonrisas forzadas. Fanzines, prensa alternativa, ensayistas contracorriente, artistas y músicos mostraron la verdad de lo que estaba ocurriendo en el mundo entre los 80 y los 90. Era un totum revolutum cuyas piezas no siempre encajaban entre sí, sin embargo compartían el propósito de subvertir una normalidad moralista y conservadora. Frente a esa manipulación de la población estalló esta reacción apocalíptica, compuesta por tantas obras, estilos y autores que es imposible enumerarlos todos: La música de Sutcliffe Jügend, Genocide Organ, Brighter Death Now o Current 93; los programas sobre conspiraciones y misterios; las obras de autores como Peter Sotos, Michael Moynihan, Jim Goad o Ted Kaczynski; el videoarte basado en la muerte y el dolor; la pornografía más transgresora y subterránea; las teorías sobre cómo acelerar la extinción de la humanidad o bien salvarla de la destrucción; los falsos documentales; la televisión underground; las denuncias sobre control mental; las entrevistas a asesinos en serie…

    Fue una mente colmena que, con un esfuerzo común, elevaron lo grotesco y la oscuridad no ya para ensalzarlos, sino para ponerlos frente a un mundo real que prefería ignorarlos. Un inconsciente colectivo de autores que operaron a la vez y desde todas partes del mundo. Mientras en Italia Maurizio Bianchi componía Symphony For A Genocide, un álbum sobre la muerte industrializada, en Estados Unidos se producían intrusiones en las señales de televisión, muchas de ellas aún sin explicar. A la vez que había máquinas recreativas como las de Sente que mostraban fotos de niños desaparecidos, una persona aterrorizada llamaba al programa de radio Coast to Coast para denunciar una conspiración gubernamental antes de que se cortase la llamada. Los video nasties que crearon una cultura clandestina en Reino Unido tuvieron su réplica en Whitehouse, la banda que se burlaba de la mayor censora británica. El mismo pánico moral que dio lugar a toda clase de fanzines y publicaciones en protesta también estuvo a punto de acabar con Genesis P. Orridge a raíz de los vídeos de First Transmission. El miedo al apocalipsis que generó obras como Threads también estuvo detrás de la Alternativa 3, los preppers y los cultos que aguardan la llegada del Anticristo. En Tokio un precoz Shinja Tsukamoto trasladó los postulados del videoarte a una película a ritmo de sonidos industriales, a la vez que Japón despertaba de su estupor post nuclear y poco antes de que una secta apocalíptica (que incluso tenía su propio videojuego) lanzase ataques con armas químicas en el metro de la ciudad. Y así tantos y tantos otros paralelismos, dentro de una cosmovisión que celebraba y mostraba una verdad auténtica, enfrentada a una estabilidad de celofán y palabras huecas.

    Con el tiempo la cultura del apocalipsis consiguió la suficiente tracción como para introducirse en manifestaciones supuestamente normativas. Podía ser un disco de power electronics que se vendía en El Corte Inglés, los artículos más bizarros del Popu, el estreno de Tetsuo I y II en salas comerciales o esos programas psicotrónicos de Jiménez del Oso, por ceñirnos sólo a nuestro país. Si bien es cierto que la CA sólo predicaba a los conversos, de vez en cuando algún profano entraba en contacto con este conjunto de ideas y abría su mente a ellas, impelido también porque todo aquello que le rodeaba en ‘lo normal y correcto’ le daba empujoncitos en la dirección que mostraba esta contracultura. Este trasvase de ideas llegó a su punto culminante cuando las desigualdades, los crímenes y la opresión estaban a punto de dinamitar la seguridad del orden social, en la inminencia del siglo XXI. En el momento en el que la historia de la humanidad iba a sufrir un cambio radical llegaron los testimonios más importantes de la cultura del apocalipsis, y entre ellos estuvo Asesinato en 8mm.

 

«Las cosas que hago las hago porque quiero hacerlas»

 

    8mm presenta a Tom Welles (Nicolas Cage), un detective encargado de averiguar la verdad sobre una película de 8 milímetros que muestra el asesinato de una joven. Welles es demasiado diligente para su propio bien, ya que su investigación descubre un submundo de corrupción, explotación y muerte que le acaba afectando de forma profunda.  La película de Joel Schumacher llegó en 1999, el fin de una era que precedía a otra dominada por el terror y la deshumanización, y no existe un filme que encapsule mejor la cultura apocalíptica como 8mm; al menos, no uno con estreno comercial.  Trabaja además a varios niveles, empezando por uno estético, de grises saturados y tonos mugrientos que transmiten la suciedad oleosa de los ambientes en que se adentra Welles, apuntalado por la banda sonora con toques exóticos de Mychael Danna. Esto sin olvidar su contexto de pura CA en las postrimerías de la era analógica, con las cintas de vídeo como soporte principal. Luego está el acabado formal, con los sex shops pegajosos y los mercadillos prohibidos; los anuncios y mercadillos para intercambios dudosos; y el porno en su vertiente más guerrillera y delictiva. Un submundo oculto a plena vista, a tan solo dos calles de distancia.

    Mary Ann Mathews es la protagonista ausente, que para sus asesinos y explotadores no era más que un trozo de carne, lanzado a su picadora en busca del rédito económico y la satisfacción sexual. No es una persona sino un objeto, y en un juego metalingüístico magistral la película también la cosifica: Welles ve su vídeo una y otra vez, hace fotos de Mary Ann y la convierte en una prueba de cargo. Tan sólo conocemos a la auténtica Mary Ann al escucharla en las páginas de su diario, pero esto resulta ser más trágico. Es una chica cegada por la falsedad de tópicos como “tus sueños se pueden hacer realidad” y “puedes conseguir lo que quieras”. Del mismo modo que a nosotros se nos engaña con sensación de tranquilidad en nuestras vidas, Mary Ann es embaucada con falsas promesas en Hollywood, el lugar más artificial del planeta, y una vez que pica el anzuelo se topa con lo que hay debajo de esa superficialidad engañosa.

    Siempre se nos ha dicho que los vídeos snuff son una leyenda urbana, de hecho esa misma cantinela se repite a lo largo del metraje. Sin embargo el filme nos muestra una verdad innegable: si una vida humana no vale nada, por supuesto que se puede comerciar con ella y explotarla de formas aberrantes, algo que el mundo del siglo XXI nos iba a demostrar sin ambages. Cuando el personaje de Nicolas Cage ve por primera vez el vídeo snuff y se remueve en el asiento, se convierte en un el espejo de los espectadores y de la sociedad por extensión. Y en eso consiste la Cultura del Apocalipsis, que sirve a la vez como muestrario y denuncia. Sí, el vídeo snuff de Mary Ann y todos los demás proceden de un inframundo delincuencial, pero la cadena de montaje está formada por gente corriente, y los clientes de estos vídeos pertenecen a las élites que rigen el mundo, aquellos que más predican con la normalidad y la corrección. Por eso nos decimos que no existen los vídeos snuff, las redes de explotación en países desarrollados, la pederastia a gran escala en altos estamentos y tantas otras aberraciones inasumibles. Achacamos todo el horror del mundo a ‘el otro’, al delincuente, al perturbado, al terrorista; nunca a la gente que nos rodea.

    El bofetón definitivo llega en el desenlace de 8mm; ojo, que es un gran spoiler si aún no habéis visto la película. Welles consigue dar con la pista de Máquina, el asesino de Mary Ann y de muchas otras chicas como ella. Después de una intensa pelea, el detective logra encañonar al criminal y le exige que se quite la máscara sado que lleva en todo momento. Bajo ella hay un hombre de mediana edad, calvo, con sobrepeso, que incluso se pone unas gafas. Un tipo normal. “¿Qué esperabas, un monstruo?”, le dice George, un nombre común para un tipo común. “No tengo respuestas que darte. No me pegaron. No sufrí acoso. Mamá jamás abusó de mí. Papá jamás me violó. No hay ningún misterio”.

 

Epílogo

 

    Poco después del estreno de 8mm entramos en el siglo XXI, cuyo punto de inflexión llegaría al año siguiente. Los atentados del 11 de septiembre  cambiaron el paradigma global para reventar la frontera entre la falsa normalidad y el horror que parecíamos no ver. Toda la mierda que durante décadas habíamos metido bajo la alfombra termino por salir a la superficie, como culminación de décadas que políticos y élites dedicaron a invertir en una suerte de Bolsa cuyas acciones fuesen todo lo horrible que se nos quería ocultar. Se suele decir que la muerte pone a todos en el mismo lugar, y el 2001 lo corroboró: los asesinos de las páginas de sucesos quedaron emparentados con los gobiernos homicidas, ahora expuestos en su hipocresía y cuyas acciones desataron unas consecuencias que íbamos a pagar.

    Tras el 11-S y al entrar en la era de la globalización, la cultura del apocalipsis perdió gran parte de su razón de ser. Ya habían caído las caretas y la CA no hacía tanta falta, porque nada podía compararse a lo que estaban mostrando los medios. ¿Por qué tachar algo de ofensivo o inmoral si la realidad lo supera? A pesar de todo ello, este pandemónium de obras culturales aún iba a dar destellos de gloria. Y en medio de ambas corrientes, la transgresora y la real, iba a llegar el único videojuego encuadrable dentro de la cultura apocalíptica. Una obra que bebía de toda la CA y a la vez se vio contagiada por el rostro deforme de la realidad que se había mostrado a partir de 2001. Un juego hijo de sus circunstancias y, como tal, imposible de reproducirse hoy día.

Manhunt.

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